jueves, 15 de enero de 2009

Introducción

Lomza (Polonia ocupada), 12 de marzo de 1940
Un rayo lejano iluminó el cielo en aquella mañana gris y lluviosa. Apenas fue un instante. Después llegó el sonido. Un estampido terrorífico, como el de una bomba. A Wolfram von Richtofen se le erizó el cabello al escuchar aquel trueno. Todavía seguía fresca en su memoria la reciente invasión a Polonia. La guerra, la muerte y las pesadillas.
Aunque las condiciones no eran las idóneas aquel día, sobrevolaba con su Messerschmitt Bf-109 el área de Lomza. Cientos de metros más abajo, una riada de refugiados polacos vagaba sin rumbo ni destino. Su tierra pertenecía ahora a los nazis de Adolf Hitler y a los comunistas de Josif Stalin. Alemanes y rusos, dos pueblos que odiaban a los polacos. Ninguno tendría piedad de ellos.
Von Richtofen llevaba a cabo una misión de reconocimiento rutinaria. No se veían movimientos extraños. Ni rastro de insurgencia polaca, por el momento. El frente oriental llevaba meses estabilizado, con los comunistas aparentemente tranquilos en su mitad de Polonia. El pacto entre Hitler y Stalin parecía dar resultado.
A Wolfram no le interesaba la política. Era un romántico de la guerra, como lo fue su primo, Manfred, el mítico Barón Rojo. Ambos soñaban que eran caballeros a la antigua usanza y que los combates aéreos recreaban las justas del medievo. Ambos creían en el honor, en el respeto por el enemigo. Pero Manfred murió en la Gran Guerra. Y Alemania perdió.
Tras aquel durísimo golpe, Wolfram comprendió que las cruces de hierro, las condecoraciones, no sirven de nada si eres derribado. También entendió que la derrota del país conlleva humillación, ruina económica, desórdenes internos, lo más odioso para un aristócrata prusiano como él. Se prometió que no volvería a ocurrir. Esta vez no iban a perder.
Con estos pensamientos rondándole la cabeza, Von Richtofen descendió hacia la pista de aterrizaje. No había demasiado movimiento, ya que hace semanas fueron trasladados decenas de aviones al oeste. Se escuchaban rumores sobre una invasión, pero…
- ¡Eh, Wolf, vaya mañana has elegido para salir a volar!- le gritó un joven oficial, mientras se le acercaba con un paraguas que apenas se sostenía ante los embates del viento.
- Estoy harto de quedarme en el barracón escuchándote y, sobre todo, oliéndote, Frank. Hay aire puro ahí arriba, ¿sabes?- respondió Wolfram.
- Siempre tan agradable por la mañana… veo que ni siquiera estirar las piernas te cambia el humor. En fin, creo que vas a tener que aguantarme poco tiempo más. Ha llegado un mensaje para ti al cuartel general. Es del jefe.
- ¿Göring? ¿Qué quiere ese inepto?
- No lo sé. Es secreto. Para el general Wolfram von Richtofen, nada que un teniente como yo deba saber.
- Si los rumores son ciertos, pronto ascenderás. Se avecina una nueva batalla.
- ¿Es la hora de Francia?
- De la revancha… puede, sea lo que sea, presiento que la carta nos aclarará las dudas. ¿Me acompañas al cuartel?

********************

Berlín, 25 de marzo de 1940
Al fondo de un estrecho pasillo, junto a la entrada de su despacho, el Führer charlaba con Heinrich Himmler. El jefe de las SS parecía un profesor de escuela: ojillos de rata, acentuados por sus gafas redondas, pelo corto y lacio, y un cuerpo que se adivinaba fofo y endeble debajo del uniforme le arrebataban cualquier rastro de porte militar. Solo los advenedizos de las SS, convertidos en soldados de la noche a la mañana, sin preparación ni escrúpulos, le respetaban. A Wolfram von Richtofen se le revolvía el estómago al verle.
En la sala contigua al despacho de Hitler estaba reunida la plana mayor del ejército alemán. En el centro de la mesa, el Jefe del Estado, Alfred Jodl, discutía con Wilhem Canaris, el halcón del régimen. Ambos señalaban puntos diferentes en un mapa que parecía representar la frontera noreste de Francia. Wolfram se hubiera jugado el bigote a que Canaris tenía razón... como siempre.
En una esquina, apartado y ajeno al resto de invitados, el enigmático jefe del Gobierno fumaba un cigarrillo.
- Un penique por tus pensamientos, Rudolf…- murmuró Von Richtofen, mientras saludaba con la cabeza a la primera cara amiga que encontró allí. Erich Raeder, jefe de la Marina de Guerra, le devolvió la sonrisa y se acercó.
- Enhorabuena, Wolf, me enteré en Könisberg de que te habían ascendido a general. Tu padre y tu primo estarían orgullosos.
- Lo están, seguro. Sabes que no voy a defraudarles, ni a ti tampoco, pero hay aquí quien no me lo va a poner fácil. Si tú fueras el jefe de Fuerzas Aéreas en lugar de Hermann…
- Lo mío son los barcos, amigo, aunque entiendo tus recelos. Göring me gusta tan poco como a ti. Y últimamente se ha empeñado en pedir más bombarderos, a costa de la producción de submarinos. Desde que hundieron el Bismarck el mar está perdido, pero con más ‘lobos’ podríamos dar guerra a esos perros ingleses en el Mediterráneo.
- Bombarderos… asesinos de civiles. Esta no es la guerra que soñamos.
- Tampoco submarinos atacando mercantes, pero no lo olvides, no podemos perder.
Un golpe en la mesa cortó en seco la conversación. Jodl había arrojado un tintero sobre la mesa y gritaba a Canaris fuera de sí. El anciano farfulló una ristra de insultos, recogió su bastón con la mayor dignidad posible y salió de la habitación.
Tras este incidente, Rudolf Hess se acercó a la mesa y se sentó en la silla de Jodl. No dijo una palabra, pero los miembros del Estado Mayor entendieron que era el momento de iniciar la reunión. La mano derecha de Hitler habló:
- Señores, no hace falta que les recuerde las humillaciones que hemos vivido. Tampoco hace falta señalar a los culpables, porque están siendo castigados ya o lo serán en un futuro muy próximo. No podemos detenernos hasta terminar el trabajo, hasta que la Gran Alemania se asegure de que sus enemigos no volverán a apuñalarla por la espalda. El Führer ha establecido el siguiente objetivo.
Hess, uraño hasta para usar las palabras, hizo una pausa. Recogió su cigarro de un cenicero con forma de cruz de hierro y se lo acercó a la boca. Dio una amplia bocanada, expulsó el humo en un gesto teatral y, por fin, desveló la palabra mágica:
- París.

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